Cognac, por Nushi Muntaabski

Entramos a un salón de tremendas dimensiones, yo aún abrumada por el relato de los antílopes. De manera elegante me convidó a pasar con un gesto señorial. El salón, como dije, era grande, mucho más grande de lo que imaginaba. Ahí comprendí que la casa era inmensa y que contaba con más habitaciones de las que creía. Si bien el espacio  era acogedor, conservaba el espíritu de las salas de exposición, también lleno de trofeos de animales cazados por él,  cabezas y escenas dantescas, salvajes en su mayoría. Había unos sillones amplios de brocato bordó, tenían algo de brillo en la superficie, antiguos pero perfectamente conservados, nuevos de alguna manera. Lámparas aquí y allá, mesas con pequeños pisa papeles, también con formas de animales en bronce. Reconocí algunos objetos de oro, pequeñas siluetas como ciervos bordados en fina pasamanería de oro. En las paredes, infinitas bibliotecas plagadas de libros de lomos gordos, naturaleza, coleccionismo, taxidermia, África, Asia, Japón, Sudamérica, completa, ordenada, misteriosa. Todo era atractivo en ese lugar. Intentaba no entregarme a nada profundo, en cuanto a sentimientos me refiero, pero no era fácil…todo era muy especial, antiguo y valioso.

En un mueble también antiguo se encontraban muchas botellas, licores finos y una larga y exquisita colección de whiskys, mi debilidad.  Siempre amé el whisky y supe tomar los mejores en mis buenas épocas.  Los vasos y las copas tenían bordes de oro, algunas incluso creí reconocer de la colección de copas de mi abuela… Era todo tan extrañamente perfecto que un temblor recorrió mi cuerpo, hasta el aroma de la habitación me resultaba familiar, un perfume dulce, mezcla de alcohol y …¿y qué? Él se comportaba todo el tiempo como un auténtico caballero. Su vestimenta hablaba de un apego a  la aristocracia, no sé si por elección o por herencia, emanaba aires de barón.

Mi estado general había cambiado, ya no lo miraba con desconfianza, sentía una sensación de familiaridad, de fascinación, si se quiere. Sirvió una copa de manera generosa, un cognac francés, y por su apariencia, la botella parecía también pertenecer a la aristocracia. Me alcanzó la copa. Parado frente a mí como en una cita, su altura lo hacía un poco amenazante; brindamos, mirándonos a los ojos.

–Por ti –dijo, y no pude dejar de sonrojarme, en un gesto infantil. La bebida era fuerte y aromática, con historia, como todo lo que me rodeaba en esa habitación. Estaba embelesada.

Nos sentamos en el sillón de brocato y comenzamos una larga y amable charla. Él contaba sin parar, con una voz gruesa, historias de sus viajes. Yo intervenía en sus relatos con acotaciones que lo hacían reír. Libros, fauna, botánica, historia del arte, música, todos temas que amábamos en común, por supuesto hablamos mucho de taxidermia y su pasión por la caza, era “el” tema que lo tenía poseso.

–Siempre consideré a  la taxidermia morbosa –dije en medio de la charla, sin darme cuenta.

–No comparto esa idea en lo más mínimo –respondió tajante. –La taxidermia es un arte antiquísimo. Considerado  desde tiempo inmemorables como un arte mayor. Es un concepto griego “arreglo de la piel”, “mudar de piel”. Uno le da eternidad a la pieza en una acción que inmortaliza a ese ser. Acechando a una presa, observando el suave paisaje de la Savanah. Volando a grandes alturas o simplemente reposando en una rama. Mucha gente lo considera cruel, pero están equivocados, cruel es la matanza indiscriminada…–Tomó aire para continuar. –El arte de eternizar… –concluyó así su frase en un suspiro.

Nos quedamos unos minutos en silencio, yo miraba mi copa que se había vaciado.

–Es más, –prosiguió –el artista y el taxidermista  tienen mucho en común, la representación manipulada de lo real. Todas las piezas que he realizado están hechas bajo profunda concentración y estudio de anatomía, costumbres, entorno y demás cuestiones que hacen al animal y también, cada pieza, si las observa usted bien tiene parte de mi estado de conciencia. Partes de mí.

Sonreí, ahora más laxa por efecto del alcohol.

–¿Le puedo preguntar que piensa? ¿Por qué se sonríe?

–En verdad, sonrío porque estoy disfrutando mucho de la charla, sólo por eso. Sus reflexiones me hacen pensar y comparto muchos de sus conceptos… ¿señor…? 

–Llámeme Gabor.

–¿Gabor? ¿Acaso proviene de  familia húngara o croata?

–No. –Ahora él sonreía. –Fue una idea de mi madre. En un seno puramente alemán, jugaba al imperio austrohúngaro.

–Entiendo. –Nos reímos de buena gana.

–¿Otro cognac? –me ofreció.

–Creo que es hora de retirarme –dije mirando la hora. Eran las 22.15 y mi cabaña estaba lejos, no quería manejar tan tarde. –Tengo kilómetros de ruta hasta mi casa – comenté, empezando a incorporarme.

–Sería un placer para mí llevarla si me lo permite –dijo, extendiendo su mano para ayudar a levantarme del sillón. –En verdad, hacía mucho que no recibía visita tan agradable y aún no es tan tarde. Tengo quesos y truchas ahumados, estoy seguro que le gustarán, yo mismo los preparé.

No tengo duda, pensé.

–Acepto el cognac y los ahumados –dije animada. 

Me miró y sonrió de manera encantadora. 

–Si me permite, regreso en unos minutos con delicados bocados. Siéntase en su casa, ya regreso. 

Salió por la puerta por la que habíamos ingresado a la sala, lo que me hizo pensar que la cocina estaba al fondo de la casa.  Me preguntaba dónde estaría su taller-laboratorio. De hecho no sabía aún si las salas de “eternidad” llevaban nombre y cuáles serían. Supuse que en algún momento me animaría a pedirle una visita a los talleres. En cuanto se retiró, volví a mis pensamientos y a mis preocupaciones. ¿Estaría Gabor involucrado con todo el horror de lo ocurrido? En las cartas, mi nieto mencionaba una y otra vez el lago y las cuevas bajo el lago. Los recortes de los diarios hacían mención de esa zona en particular, el lago y el bosque y este museo de taxidermia. Este era el epicentro. ¿Tendría que preguntarle de forma directa si estaba al tanto de todo?¿Sería este señor encantador peligroso? ¿Sería el coleccionista  cómplice de algo? ¿Por qué ese  impulso incontrolable de colección? ¿ Cuál era el motivo que lo llevaba a tener todo lo que desea a la vista, estar rodeado de  trofeos, de obras, de todo su capital?

Tuve una imagen de mi nietito, mi pequeño, con su cabecita, de cómo sus protuberancias crecían y no había ya manera de evitarlo… sus cuernos se hacían día a día más evidentes… mi niño ciervo. ¿Dónde estaría? Me llenó de ternura ese recuerdo, lo extrañaba locamente. Y allí yo, en una casa museo con un señor que sospecho es la clave para resolver todo esto. ¿Era todo tan obvio? Su casa llena de cabezas de ciervos. Me sentí vulnerable y triste, pero me recompuse, arreglé un poco mi despeinado cabello. Busqué un espejo, la imagen si bien un poco cansada era agradable. Hacía mucho que no disfrutaba y me distendía así.

Comencé  a mirar su biblioteca en detalle, ocupaba toda la pared de la sala, de punta a punta. Enciclopedias, libros de taxidermia, clásicos de la literatura, ¿era culto el señor coleccionista?  Volví sobre mis pasos y continué viendo trofeos que aún no había observado. Detrás, en una pared en semipenumbra descubrí el marco de una puerta oculta, camuflada. Me quedé inmóvil pensando si debería abrirla.

(…)
(Cognac es un capítulo de la novela inédita Taxidermia.)

Nushi Muntaabski

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