Si el arte pone en escena aquello que está en la raíz del goce (es decir, la muerte), actualmente dos exhibiciones trabajan esa compleja trama simbólica: “Taxidermia”, de Nushi Muntaabski, y “Mocoso insolente”, de Nicanor Aráoz. La de Muntaabski construye su mundo a partir de ver la muerte como vida congelada. Y las figuras expansivas de Aráoz parecen estar en transformación permanente, como latiendo. Un museo freak de objetos e instalaciones para no perderse.
El arte es un juego perverso. Lo impulsa siempre el goce que no busca la reproducción. Por eso, el arte casi siempre pone en escena aquello que está en la raíz del goce (y del sentido): la muerte. Dos muestras actuales –con espíritu tan diverso como sólo es posible en el campo de la invención– trabajan esa compleja trama simbólica: se trata de Taxidermia, de Nushi Mun-taabski, y Mocoso insolente, de Nicanor Aráoz.
Somos el único animal que sabe de su fugacidad. Cada día que pasa es más probable que sea el último: lo sabemos y queremos olvidarlo. Martin Heidegger dijo que lo propio del humano es “ser para la muerte”. Esa conciencia (de la muerte) nos constituye. Jean-Paul Sartre lo dice a su manera, más poética: “El hombre es una pasión inútil”. Vivimos a puro gasto; buscando sentido en el sinsentido de existir.
Taxidermia construye su mundo a partir de ver la muerte como vida congelada. La muestra presenta una serie de esculturas que semejan los animales embalsamados que exhibiría un museo de ciencias naturales si tuviera una curación que se inspirase en las discotecas de los 80. Cada obra es una pieza de orfebrería, pero a escala gigante. Recubiertos de venecitas o de piedras brillantes, los animales ya no remiten a la vida salvaje, sino que funcionan como alhajas. Hasta los leones, una vez que se los embalsama, se convierten en objetos decorativos.
Muntaabski presenta un museo que, a la vez que remite al mundo ficcional de la artista (se relaciona con fragmentos de su novela inédita, titulada justamente Taxidermia), también es la puesta en cuestión del museo como espacio de exhibición de la muerte. En especial cuando la muerte (de los animales, en este caso) es usada con fines didácticos. Ese uso se da no sólo porque se enseña algo sobre las bestias exhibidas y su hábitat (como hacen los dioramas), sino porque además se enseña –se muestra– que somos el único animal con un poder descomunal: el de cazar, matar, embalsamar y exhibir a los otros animales.
Si bien se conocen cuerpos embalsamados (tanto humanos como animales) anteriores a la cultura egipcia, fue en el Valle del Nilo donde el embalsamamiento alcanzó la cima. Nobles y plebeyos adinerados se hacían embalsamar para poder pasar al mundo de los muertos y gozar allí de otra vida. La taxidermia (palabra griega que significa: “acomodar la piel”) trabajaba la cáscara visible del cuerpo –eliminando los órganos internos– para permitir la apariencia de una vida más allá de la muerte. La imagen era lo importante. Eso garantizaba la vida, así fuera una máscara de la vida. Esa vida helada es la que late en los animales que muestra Muntaabski: hace tanto frío en ese mundo que el niño ciervo debe calzarse unas botitas de piel. Nos da ternura que el pequeño conejito esté rodeado de sus plantitas amigas en su sarcófago de cristal.
En nuestra cultura la muerte suele ser ignorada. Mejor dicho: la muerte está muy mal vista. Hace medio siglo que se impuso el ideal de la eterna juventud (que se acompaña de la idea de la salud eterna), y se fantasea con que la ciencia logrará que ese sueño sea una posibilidad cada vez más cercana.
Desde entonces, la muerte ha sido barrida debajo de la alfombra: cada vez hay menos rito funerario y más ritos de ocultamiento de la muerte. Los viejos y los enfermos son considerados como fracasados sociales. De allí que los animales embalsamados con que Muntaabski construye su irónico jardín de las delicias sea un muestrario de la belleza joven: vida congelada en la flor de la vida. Hasta la gallina que huye del zorro (y que recuerda –inoportuna– que para vivir, hay que saber escapar o saber matar) da cuenta de su “vitalidad”.
Perversa polimorfa, como toda niña, Muntaabski genera una obra que está recubierta por varias capas de sentido. Lo primero que se ve en esa cabeza de ciervo o en aquella piel de leopardo es una pieza que quedaría bárbaro en un living minimalista: la ornamentación como una de las bellas artes. Pero, de a poco, se descubre que cada obra está cargada con tal energía poética que es imposible mirarla sin sumarse a la alucinación de la que participa. Hay un eco beatnik, de vaganbudeo a la Kerouac, que da una ilusión atemporal (está fuera del tiempo) y anacrónica (no es de ahora y no sé bien si es de otra época): es un flash o un trip. Es una experiencia psicodélica que no necesita de sustancias químicas (pero que no las rehuye).
Mocoso insolente participa de un espíritu parecido (aunque es difícil verle el parecido), pero en un registro completamente otro. Al igual que Taxidermia, está compuesta de diferentes obras, pero construye con todas ellas un relato único (y abierto, a la vez). Se la puede ver como una muestra que presenta tres obras distintas o como tres instancias diferentes de una misma instalación. En el fondo de la sala se ve una fotografía (en el que la silueta del artista remite a la representación cinematográfica del hombre-lobo), una escultura central (especie de ectoplasma de película de marcianos) y una silueta sin cabeza que juega con una cadena a la manera de látigo.
En las muestras de Nicanor Aráoz hay siempre algo que hace pensar en un museo, pero es un museo freak. Está conformado por cosmoramas alucinógenos: a veces, los ratones llevan a la rastra al gato; otras veces, un estallido de galletitas Sonrisa semeja un vómito pícaro. Es un museo de la inversión: el mundo puesto patas para arriba. La subversión.
La subversión que opera Aráoz es un trabajo demoledor. Quizá la eficacia de esa demolición se deba a que opera mediante el humor. Pero es un humor muy serio, del tipo que le hubiera encantado a Georges Bataille (citado profusamente por Claudio Iglesias en el catálogo de esta muestra). La subversión de Aráoz es una máquina de guerra que se ríe de la guerra. Y la guerra que entabla no es cualquier cosa: es una batalla por el sentido, por el estatus y por el futuro del arte. Nada menos, pero sin receta y sin pontificar.
Al igual que Muntaabski, Aráoz está fascinado por las posibilidades de la taxidermia. En muchas de sus obras anteriores, él también usa animales embalsamados. En Mocoso insolente no los hay, tal vez porque serían redundantes: en cierta medida, los seres que presenta sólo pueden haber sido imaginados por un taxidermista loco. El ectoplasma que se ha devorado al niño –o así me lo imagino yo a ese ser que ocupa el centro de la sala, y que deja ver el walkman anacrónico que portaba, pájaros que tuvieron la desdicha de pasar cuando el niño fue deglutido, rastros que recuerdan que hubo una vida allí–; bueno, ese ectoplasma es, a la vez, una galletita Sonrisa tamaño gigante y es una rima visual de Frankenstein: el hombre que volvió de la muerte para decirnos que es horrible que nuestro cuerpo se componga de retazos de otros cuerpos: nuestros padres o donantes.
El cuerpo que se auto-martiriza con una cadena látigo es también doble: escultura de lo trágico (lo desmembrado y lo acéfalo) y risueña ensoñación infantil de heroísmo descosido, disfraz berreta que se deshilacha por los pliegues. A diferencia de los animales congelados de Taxidermia, las figuras expansivas de Mocoso insolente parecen estar en transformación permanente: laten. Esa poética móvil se debe a que más que objetos son pensamientos (o tienen un estatus virtual, como si fueran seres digitales que interaccionan con nuestra mente). Ponen el dedo en la llaga: qué sentido tiene morir para aquel que no fue capaz de vivir con humor. Los zombies de Aráoz serían aquellos seres que son incapaces de morir porque no supieron vivir.
Por Daniel Molina